INVIERNO
Ayer recordé que "la vida es sueño y los sueños, sueños son" y he pensado que sería buena idea compartir este relato con todos mis marayeros. Cuando la ficción supera a la realidad, el sueño se convierte en pesadilla. Deseo que os guste y quedo a la espera de vuestros comentarios!!
SÍ, ES … NUESTRO
I
Este es un mundo diferente a
todos los que conoces. Sin saber de ti, consigue apoderarse de tu voluntad y
dominar tu destino a placer. Eres una
persona normal, hasta que resultas absorbida por un gigantesco agujero
de realidad y absurdo que no puedes controlar por mucho que te esfuerces.
Transgredes todas las leyes posibles de la física y la química, la ética o la
filosofía. A lo largo de este viaje sin retorno, te abandonas a tus deseos más secretos, a los más íntimos;
te deshaces de lo que no te sirve, porque su peso te resulta insoportable y te dejas llevar
cuando comprendes que tu lucha no será recompensada. Puede parecer una
rendición, no lo es. Es otra cosa, que todavía no tiene nombre.
El aterrizaje en el fango es lo
más brutal de la llegada. Chapoteas
durante horas, hasta que consigues arrancar tu cuerpo del moco marrón y verde que
recubre la pista de aterrizaje. Las
grandes nevadas de la temporada, tampoco ayudan a adaptar tu debilidad a la
nueva situación. No saber es lo peor. No
saber en dónde estás, ni por qué has
tenido que dejar atrás una vida de lujos y vanidades, de forma involuntaria,
por supuesto. No alcanzas a comprender por qué has tenido que ser tú. No sabes,
no sabes, no sabes, … nada.
Y comienzas una vida, o lo que
sea esto, desde cero. Poco tardas en darte cuenta de que todos los habitantes
de este mundo han llegado aquí de la misma forma. Todos aprendemos a la par las
normas de convivencia, los nuevos modelos de subsistencia que el hábitat nos
ofrece y todos, antes o después, acabamos conociendo, por habladurías, las “Leyes del Ojo”, sus
maleficios, su lista de espera. Existen unos gigantescos hangares en los que
aprendemos el manejo de nuestras alas, con poca fortuna por mi parte. A Rafael
le fue mejor que a mí, es bastante más hábil. Los sentimientos están prohibidos,
no resultan válidos, mucho menos la expresión de estos. Así que, por defecto,
los habitantes utilizamos el dolor físico como vía de escape. Nos arañamos
hasta que la sangre brota y nos deja cierta sensación de saciedad. Se cuentan
hazañas de los que lograron huir y tragedias de los que no pudieron. La
resistencia forma parte del aprendizaje más temprano. Sin ella no vales nada.
Has de ser más fuerte de lo que jamás creíste posible, cuando la realidad te
convierte en un ser débil y poco dotado para grandes batallas. La nuestra no ha
sido la mejor de las llamadas, seguramente tampoco la peor.
II
Cuando vives aquí, la vida se
convierte en una espera. Corta o larga, según lo decida el “Ojo que todo lo
ve”. La mayoría de las veces es Gabriel, uno de sus subalternos, el que llama
a la puerta del elegido y le hace
entrega del Pliego Sacro. Las familias de los elegidos se arañan los rostros,
despliegan sus alas y revolotean dentro del dolor, lleno de arañazos y clavos
oxidados, que la llamada a la Caverna Silente, les provoca. Amenazan con no
acudir voluntariamente y hay quien trata de huir lejos, tan lejos de nuestras
fronteras, que nada ni nadie sea capaz
de encontrarlos. De nada sirven ni las amenazas ni las huidas. Saben, por los
que antes fueron llamados, que el elegido ha de entrar en las cavernas y
someterse a la voluntad invernal o sufrirá inevitablemente la ira y las torturas
que el “Ojo” fabula, con una sonrisa en sus pestañas.
Tras los cantos nocturnos, en los que cada
familia implora por sus seres queridos y danza a la luz de la luna y los
cometas de fuego, tenemos que realizar el ritual obligado si queremos evitar ser
el siguiente. Más tarde dormimos el sueño del vigía. Gabriel no vino a nuestra
casa, no se molestó. Esta noche
dormimos, más profundamente, mucho más profundo; hondo y negro como boca de
animal herido y maloliente, diseminando su vaho, que te calienta y que te
quema.
Abro los ojos helados. Los
párpados me pesan, teñidos por la nevada; el instinto me obliga a sacudir la
cabeza, pero no tengo tiempo. Abandonamos la calle para tomar el desvío
bordeado de arbustos blancos, que lleva a la entrada gigantesca y oscura de la
Caverna. Lloro la nieve al sentir un calor brutal en forma de chorro de aire,
que es lanzado desde el umbral de la puerta corredera, que se abre lenta a
nuestro paso.
Andamos, con el calor
instigándonos por la espalda, como animándonos a correr, pero las piernas no
responden al cerebro adormecido. Veo los pies de Rafael, colgando, no anda.
¿Qué pasa? La gruta, borbotea por las paredes un líquido transparente, como de
agua podrida o de lágrimas de los que antes la recorrieron y que ella absorbe
como néctar que la alimenta. Siento mi peso, me atora y me ralentiza, como
kilos de plomo y pena.
Una garra me atenaza, me obliga a
aligerar el paso y me detiene ante una zona algo más amplia, pero igualmente
asquerosa y pútrida. Me empuja con fuerza y caigo de rodillas, me sangran al
instante. Agradezco el calor de mi sangre chorreando por mi pierna, quema a su
paso, no me importa; las otras personas se me acercan, con caras demacradas,
carcomidas por el tiempo y la sinrazón que están viviendo. Un poco más allá,
los pies de Rafael forman dos surcos, casi paralelos, al ser arrastrado por el
pasillo. ¿Adónde lo llevan? No entiendo. Una mirada arrugada se cruza
con la mía.
—¡Has tenido suerte! ¡Él es el
elegido!
Vomito a sus pies. Me araño la
cara, saco mis alas más grandes y vuelo en mi dolor. No he podido despedirme. Intento
gritar, pero la acidez del vómito me ha dejado la boca ardiendo y no consigo
articular palabra. La mirada arrugada se apiada de mí. Me busca un sitio donde
poder sentarme. Me coge cauteloso la mano y me acerca hasta una roca, dura y
húmeda, me ayuda a doblar las rodillas doloridas y consigue que me siente.
Nos miramos en silencio durante
horas. Los esbirros del “Ojo” van haciendo su aparición, atrapando a los que
hay en la cueva como el que se echa un saco al hombro. Pocos vuelven y los que
lo consiguen nunca vuelven a ser los mismos hombres y mujeres que fueron antes.
La mirada me explica que el “Ojo”, él mismo, es quien decide con cuál de los
elegidos se queda. Los demás son expulsados de la Caverna, con la condición de
que volverán tantas a ser llamados tantas veces como sea necesario.
Una garra atrapa por la pierna a
una joven, no tiene más de 16 años, la mira
y le sonríe. En voz alta, para que todos lo oigamos, le gruñe que su
padre ha sido expulsado, pero que se resiste
a abandonar la gruta. Ella se araña la cara, no da crédito a lo que el
ser le cuenta. Intenta salir, ir en busca del hombre que no quiere volver con ella; pero una turba de
esbirros la paralizan con sus aguijones, con el veneno que no mata, pero que aturde el sentir y el
hacer, hasta conseguir que quede totalmente inerte, sin más signo de vida que
su pausada respiración. La garra gruñe y tuerce el gesto, da la vuelta y se acerca a un bebé que succiona con avidez el pezón de su madre. Ésta intenta
esconderlo en la manta que lo arropa. La garra sonríe de nuevo y con
paso lento abandona la cueva, murmurando un rezo.
El estómago me recuerda que está vacío, se
mueven mis intestinos, como peleando por lo poco que quede dentro de mí,
después de haberme vaciado las tripas. Alguien está comiendo, oigo como
mastica, me llega el olor a rancio y respondo al estímulo con un dolor repentino
en la zona que rodea mi ombligo. Me doblo sobre mí misma y me quejo en voz
alta, no me importa nada, no me importa que me oigan, solo quiero salir de la
maldita cueva, buscar a Rafael y huir con nuestras alas unidas lo más rápido
posible. Me doy cuenta de que es por eso por lo que no nos avisó Gabriel.
Hubiésemos huido y luchado hasta el último aliento. Esta es la razón por la que
nos secuestraron en plena noche, porque nuestros corazones unidos son más
fuertes que cualquier peligro.
El hombre que mastica me mira, se
levanta con cuidado, intentando pasar desapercibido, sale de la cueva evitando
a los seres babeantes y desaparece entre los túneles. Miro a mi alrededor,
noto mis costillas con las manos. Somos
muchos menos que hace unas horas. La joven sigue tumbada en el suelo. La mirada
arrugada se me acerca y me susurra que no me preocupe, que hace rato que no
siente y no padece. Pero sus ojos no
dejan de moverse dentro de sus cuencas, como mi perro cuando mueve las patas
mientras duerme. Creo que su cuerpo no se puede mover pero su ser está
sufriendo. Me adelanto un par de pasos, me quito la chaqueta y la arrugo. Con
una mano levanto su cabeza y con la otra introduzco el boruño por debajo. Una
mujer le pone su abrigo encima para
evitar que se congele. Nos miramos y su tristeza me agujerea y la mía le hace
dar un respingo de frío. Decidimos abrazarnos, para mantenernos calientes. La
cercanía física nos provoca las lenguas, sedientas de palabras que quieren
escapar.
—¿Quién es? — susurra.
—Mi marido—.
Nos abrazamos aún más fuerte.
—Mi niño, el pequeño, solo tiene 2
años—.
Lloramos con las alas encogidas.
Nuestras pérdidas, sin haberlas
vivido aún ya se sienten como dolor de guadaña mal afilada. Los demás deciden
aproximarse a la intensidad de nuestro calor y formamos un panal que transmite dulzura
y calma, al menos durante unos segundos. Pronto se rompe la calidez del
momento, porque llega la hora del siguiente. La garra que ya
conocemos, vuelve a dirigirse a la joven, le toca el hombro y ve que no se
mueve. Aulla y la jauría de esbirros
llega de nuevo con el aguijón, esta vez el de despertar para sentir.
—Prepárate, te vas. Él se queda
aquí. No pudimos convencerle para marchar.
Las alas de la joven no caben en la
cueva. Al abrirlas nos empuja a todos contra las resbaladizas rocas de la pared.
Los arañados los regala, ya no caben en su cuerpo. No he visto en todas estas
horas dolor más profundo ni más ciego. Me parece ver un gesto compasivo en el viso
del mercenario, que la deja debatiéndose, pasando por alto la prohibición. Casi
al tiempo, la mirada arrugada es arrastrada por los túneles, sin darse la
vuelta; no se despide de mí. La mujer me dice que es posible que ya no se
acuerde de los que aquí quedamos.
El hombre que comía aparece como
si no se hubiese ido; pasa por mi lado y tras alejarse unos pasos se da la
vuelta y me pide permiso para compartir la roca. Es un tipo enorme, con los
ojos repletos de miedo y angustia. Yo me aparto y le cedo un trozo, en el que
evidentemente no cabe, pero me sonríe con amabilidad. Saca del bolsillo un
pequeño paquete de plástico en el que puedo distinguir las letras “olat”. Me lo
pasa por debajo de su pierna para no ser sorprendido por algún ser. Me doy la
vuelta, sentada en la roca como estaba y quedo mirando los dibujos que la
viscosidad realiza al bajar por la
pared. Las gotas se ondulan sibilinas, siguiendo los valles que otras gotas
anteriores formaron. Engullo más que
como. Ni un minuto, casi ni un segundo, tal es el miedo que tengo a ser
arrastrada en este momento. Veo una garra de reojo y trago con avidez los
restos de mi boca. Se dirige a mi compañero de asiento, el gigante amable. Pero
al sentirse en inferioridad de condiciones, le pide que le acompañe. Las horas
se van convirtiendo en siglos y lentamente los habitantes de la cueva van
siendo desalojados, unos con mejor suerte que otros.
La mujer se levanta y recoge su
abrigo, que había quedado en el montón de
masa viscosa acumulado en el suelo. Cuando la veo moverse, me doy cuenta
de que solo quedamos nosotras. Entra mi garra, sé que es la mía. La veo y la reconozco. Es uno de los fulanos que nos
secuestraron. No necesito que me toque, me levanto y agarro la mano de la mujer
cerrando los ojos. Nos soltamos sintiendo, como una descarga de despedida, cada
una la desazón de la otra y empiezo a caminar tras mi guía.
Recorremos varios pasadizos; el suelo parece inclinarse, intuyo que subimos
a otro nivel. Las paredes dejan de ser
de roca desnuda, la humedad del suelo ya no nos salpica los pies y pasamos
a un corredor que nos recibe con un número 4 en la entrada. Azulejo blanco y verde me daña la vista, tras
tantas horas de oscuridad.
Él abre una puerta y hace un
gesto con la cabeza con el que me indica que debo entrar. No sé si quiero, no
me da opción de elegir. Me pasa el brazo por encima del hombro y me presiona
levemente hacia delante. Entro con las
piernas temblorosas, miro mis rodillas y
parecen estar bien. Agradezco que el suelo sea de ladrillo y esté seco y
brillante, me hace sentirme un poco más
limpia.
—Siéntese, María—, me
dice el hombre, señalando una silla que
me espera impaciente.
Tan solo necesita un par de zancadas rápidas
para llegar tras el escritorio y tomar asiento. Sonríe, se
le ve tranquilo, aunque sudoroso. Tiene
aspecto de estar muy cansado. Mi garganta está tan seca que no le pregunto
nada, no puedo hablar; aunque mis espasmos y mi mirada deben decirlo todo
porque, con total tranquilidad, como si no estuviésemos tratando con la vida y
la muerte, argumenta:
—Hemos tenido que extirpar el
colon, realizarle una ostomía abdominal, reparar tejidos dañados y separar el
intestino centímetro a centímetro. Pero todo ha ido como cabía esperar en una
operación de urgencia. Ha tenido mucha suerte, María. Unos días en la UCI serán
necesarios, como poco dos o tres, pero estamos convencidos de que esta batalla la hemos ganado. Rafael tendrá
secuelas de por vida, de esto ya habíamos hablado en otras ocasiones. Ya
sabemos lo fuerte que es y no creo que tarde demasiado tiempo en llevar una
vida casi normal. Nos iremos viendo en las visitas de la mañana. ¿Tiene alguna
duda?
—¿Le han hecho un agujero en la
barriga?—
pregunto.
—Sí. Ya verá que no es tan malo
como parece. Acabará acostumbrándose y tiene ciertas ventajas que irán viendo
sobre la marcha.
—¿Mi marido cagará toda la vida en una
bolsa, por un agujero que tiene en la barriga?
—Sí, pero está vivo.
—Muchas gracias, Doctor.
III
Mis alas blancas desean abrirse
de par en par y saludar al “Ojo” volando en mi alegría, aunque entiendo que esto
no ha hecho más que empezar y que tendremos que volver a la Caverna Silente tantas
veces como sea necesario y sospecho que serán muchas.
Retomamos los entrenamientos
vitales el mismo día en que Rafael sale
de la Caverna. No es optativo, es obligatorio para todos los que vivimos aquí.
Nos sonreímos por los rincones más oscuros y nos besamos cuando creemos que
nadie observa. Sabemos que estamos en la Lista, que vamos a volver allí, pero
cada minuto fuera del laberinto de cuevas es … nuestro.
María García (Maraya Life)
La foto del paisaje nevado es mía, las otras las he tomado de Pinterest.
Si has llegado hasta aquí, mi más sincero agradecimiento y hazme el favor de contarme qué te ha parecido.
Saludos y hasta muy pronto!!