Ultimamente mis pilas de escritora novel se han recargado y ando repasando relatos que tenía aparcados y a los que no echaba cuentas. Éste es un ejercicio que hice en el Curso de Escritura que Carles Cano impartió en nuestro pueblo y en el que los habituales del Club de Escritura de Puçol pudimos disfrutar y aprender del maestro.
Tania
Cada
día, Tania lidiaba con su fatiga, lo mejor que podía. Durante las últimas
semanas no vio la calle más que en sus escapadas, cada vez menos habituales, a
la Casa Linden. Lázaro la dejaba entrar y la ayudaba a elegir entre los miles
de ejemplares impresos, que la gran biblioteca de la mansión albergaba.
Lázaro
había dedicado su vida a la Casa Linden. Sus padres fueron los caseros durante
muchos, muchos años, tiempo que él
aprovechó para retener en la memoria cada rincón, cada estante, cada escalón; pero sobre todo para disfrutar de la inmensa sabiduría con la que su
biblioteca le deleitaba.
Así
que la mañana en la que encontró a Tania sentada al pie de la escalinata de la
entrada principal, no se sorprendió ante la petición que la niña, con pelo de
niño y cara de manzana gala, le hizo. Tania quería leer. Tenía poco dinero,
poco tiempo y mucha curiosidad. La biblioteca municipal se le había quedado
pequeña y los más mayores y sabios del pueblo ya le habían contado, tantas
leyendas como eran capaces de recordar. Tania solamente quería leer.
Desde entonces,
todos los días impares de cada semana, Tania visitaba la entrada principal de
la mansión y desde allí viajaba con Lázaro hasta el jardín lleno de rosas y
espinas, violetas, jazmineros, calas y claveles. Frutales exóticos traídos de
lejanos países, perales, ciruelos y palmeras.
Porque
cada libro, era para ella una fruta, una flor, que deshojaba a medida que
aspiraba su aroma mezclado con el de la
tierra mojada y la hierba recién cortada. Sabía que la enfermedad que
la había hecho prisionera, no tardaría en llevarla con sus abuelos. Quería
saberlo todo, conocerlo todo, vivirlo todo, viajar lejos, aunque fuese a través
de su particular jardín.
Fue
en uno de sus encuentros, rebuscando un tomo de romántica, pues ese día ella se
encontraba especialmente como una rosa, cuando uno de los ejemplares de la más
alta de las estanterías, decidió lanzarse, sin pensarlo dos veces, al vacío.
Como una bomba, sonó al chocar contra el suelo. La pareja se asustó y a la vez
pusieron sus manos derechas en el corazón, reteniéndolo, ante su inminente
huida. Lázaro, que ya había vivido este momento otras veces, miró
las páginas abiertas del libro y, rápido como la picadura del mosquito, lo
recogió del suelo y lo volvió a colocar en su lugar, del que nunca debió salir.
La
infinita curiosidad de Tania no consiguió que Lázaro le prestara el libro. Más
al contrario, le hizo prometer por todos los vergeles del mundo mundial, que no
lo cogería, nunca, nunca, nunca.
Las
visitas se espaciaban en el tiempo, a la par que la fatiga y el dolor se
apoderaban de la chica, esa chica, con pelo de chico y cara de manzana gala.
Dos
semanas habían pasado sin saber de ella, cuando Lázaro se presentó en casa de
Tania. Su madre le explicó lo mejor que pudo, que ya sus fuerzas no le daban ni
para cortos paseos. Lázaro saco de su mochila, el libro; sí, justo ese, que
ella no debía leer. La madre, felizmente ignorante, se lo agradeció de corazón
y le prometió dárselo en cuanto despertara. Así lo hizo y Tania sonrió, sonrió como nunca
antes, como nunca después.
Él la había prevenido sobre el libro, ahora
era demasiado tarde.
Abrió el libro y lo devoró con ansia al principio, luego con la tranquilidad
del que se sabe sin prisa, hasta que un sueño con olor a frutas y a flores la
hizo libre y se sintió semilla que volaba, mecida por el viento de levante,
fresco y limpio.
A
la mañana siguiente, su madre abrió la puerta de la habitación, respiró
hondo y abrió las cortinas y la ventana y tiró del cordel de la persiana hasta
que los tacos dieron un porrazo contra
el techo. Las lágrimas de la mujer regaban el precioso manzano que ocupaba casi
toda la habitación, y en cada una de sus rojas manzanas podía adivinar el color que adornaba el rostro
de Tania.
Ella sonreía a sus abuelos envuelta en lavanda, romero y amapolas.
Los
más viejos y sabios, cuentan la leyenda
de la chica que, con pelo de chico y cara de manzana gala, era curiosa y siempre olía a flores silvestres.
María
García (Maraya Life)