INVIERNO

by - sábado, febrero 09, 2019

INVIERNO



Ayer recordé que "la vida es sueño y los sueños, sueños son" y he pensado que sería buena idea  compartir este relato con todos mis marayeros. Cuando la ficción supera a la realidad, el sueño se convierte en pesadilla. Deseo que os guste y quedo a la espera de vuestros comentarios!!



SÍ, ES … NUESTRO

I

Este es un mundo diferente a todos los que conoces. Sin saber de ti, consigue apoderarse de tu voluntad y dominar tu destino a placer. Eres una  persona normal, hasta que resultas absorbida por un gigantesco agujero de realidad y absurdo que no puedes controlar por mucho que te esfuerces. Transgredes todas las leyes posibles de la física y la química, la ética o la filosofía. A lo largo de este viaje sin retorno, te abandonas  a tus deseos más secretos, a los más íntimos; te deshaces de lo que no te sirve, porque su peso  te resulta insoportable y te dejas llevar cuando comprendes que tu lucha no será recompensada. Puede parecer una rendición, no lo es. Es otra cosa, que todavía no tiene nombre.

El aterrizaje en el fango es lo más brutal de la llegada.  Chapoteas durante horas, hasta que consigues arrancar tu cuerpo del moco marrón y verde que recubre  la pista de aterrizaje. Las grandes nevadas de la temporada, tampoco ayudan a adaptar tu debilidad a la nueva situación.  No saber es lo peor. No saber en dónde estás, ni por qué  has tenido que dejar atrás una vida de lujos y vanidades, de forma involuntaria, por supuesto. No alcanzas a comprender por qué has tenido que ser tú. No sabes, no sabes, no sabes, … nada.

Y comienzas una vida, o lo que sea esto, desde cero. Poco tardas en darte cuenta de que todos los habitantes de este mundo han llegado aquí de la misma forma. Todos aprendemos a la par las normas de convivencia, los nuevos modelos de subsistencia que el hábitat nos ofrece y todos, antes o después, acabamos conociendo, por  habladurías, las “Leyes del Ojo”, sus maleficios, su lista de espera. Existen unos gigantescos hangares en los que aprendemos el manejo de nuestras alas, con poca fortuna por mi parte. A Rafael le fue mejor que a mí, es bastante más hábil. Los sentimientos están prohibidos, no resultan válidos, mucho menos la expresión de estos. Así que, por defecto, los habitantes utilizamos el dolor físico como vía de escape. Nos arañamos hasta que la sangre brota y nos deja cierta sensación de saciedad. Se cuentan hazañas de los que lograron huir y tragedias de los que no pudieron. La resistencia forma parte del aprendizaje más temprano. Sin ella no vales nada. Has de ser más fuerte de lo que jamás creíste posible, cuando la realidad te convierte en un ser débil y poco dotado para grandes batallas. La nuestra no ha sido la mejor de las llamadas, seguramente tampoco la peor.



II
Cuando vives aquí, la vida se convierte en una espera. Corta o larga, según lo decida el “Ojo que todo lo ve”. La mayoría de las veces es Gabriel, uno de sus subalternos, el que llama a  la puerta del elegido y le hace entrega del Pliego Sacro. Las familias de los elegidos se arañan los rostros, despliegan sus alas y revolotean dentro del dolor, lleno de arañazos y clavos oxidados, que la llamada a la Caverna Silente, les provoca. Amenazan con no acudir voluntariamente y hay quien trata de huir lejos, tan lejos de nuestras fronteras, que  nada ni nadie sea capaz de encontrarlos. De nada sirven ni las amenazas ni las huidas. Saben, por los que antes fueron llamados, que el elegido ha de entrar en las cavernas y someterse a la voluntad invernal o sufrirá inevitablemente la ira y las torturas que el “Ojo” fabula, con una sonrisa en sus pestañas.

 Tras los cantos nocturnos, en los que cada familia implora por sus seres queridos y danza a la luz de la luna y los cometas de fuego, tenemos que realizar el ritual obligado si queremos evitar ser el siguiente. Más tarde dormimos el sueño del vigía. Gabriel no vino a nuestra casa, no se molestó.  Esta noche dormimos, más profundamente, mucho más profundo; hondo y negro como boca de animal herido y maloliente, diseminando su vaho, que te calienta y que te quema.

Abro los ojos helados. Los párpados me pesan, teñidos por la nevada; el instinto me obliga a sacudir la cabeza, pero no tengo tiempo. Abandonamos la calle para tomar el desvío bordeado de arbustos blancos, que lleva a la entrada gigantesca y oscura de la Caverna. Lloro la nieve al sentir un calor brutal en forma de chorro de aire, que es lanzado desde el umbral de la puerta corredera, que se abre lenta a nuestro paso.

Andamos, con el calor instigándonos por la espalda, como animándonos a correr, pero las piernas no responden al cerebro adormecido. Veo los pies de Rafael, colgando, no anda. ¿Qué pasa? La gruta, borbotea por las paredes un líquido transparente, como de agua podrida o de lágrimas de los que antes la recorrieron y que ella absorbe como néctar que la alimenta. Siento mi peso, me atora y me ralentiza, como kilos de plomo y pena.

Una garra me atenaza, me obliga a aligerar el paso y me detiene ante una zona algo más amplia, pero igualmente asquerosa y pútrida. Me empuja con fuerza y caigo de rodillas, me sangran al instante. Agradezco el calor de mi sangre chorreando por mi pierna, quema a su paso, no me importa; las otras personas se me acercan, con caras demacradas, carcomidas por el tiempo y la sinrazón que están viviendo. Un poco más allá, los pies de Rafael forman dos surcos, casi paralelos, al ser arrastrado por el pasillo. ¿Adónde lo llevan? No entiendo. Una mirada arrugada se cruza con la mía.

¡Has tenido suerte! ¡Él es el elegido!

Vomito a sus pies. Me araño la cara, saco mis alas más grandes y vuelo en mi dolor. No he podido despedirme. Intento gritar, pero la acidez del vómito me ha dejado la boca ardiendo y no consigo articular palabra. La mirada arrugada se apiada de mí. Me busca un sitio donde poder sentarme. Me coge cauteloso la mano y me acerca hasta una roca, dura y húmeda, me ayuda a doblar las rodillas doloridas y consigue que me siente.



Nos miramos en silencio durante horas. Los esbirros del “Ojo” van haciendo su aparición, atrapando a los que hay en la cueva como el que se echa un saco al hombro. Pocos vuelven y los que lo consiguen nunca vuelven a ser los mismos hombres y mujeres que fueron antes. La mirada me explica que el “Ojo”, él mismo, es quien decide con cuál de los elegidos se queda. Los demás son expulsados de la Caverna, con la condición de que volverán tantas a ser llamados tantas veces como sea necesario.

Una garra atrapa por la pierna a una joven, no tiene más de 16 años, la mira  y le sonríe. En voz alta, para que todos lo oigamos, le gruñe que su padre ha sido expulsado, pero que se resiste  a abandonar la gruta. Ella se araña la cara, no da crédito a lo que el ser le cuenta. Intenta salir, ir en busca del hombre que  no quiere volver con ella; pero una turba de esbirros la paralizan con sus aguijones, con el veneno  que no mata, pero que aturde el sentir y el hacer, hasta conseguir que quede totalmente inerte, sin más signo de vida que su pausada respiración. La garra gruñe y tuerce el gesto, da la vuelta  y se acerca  a un bebé que succiona  con avidez el pezón de su madre.  Ésta intenta  esconderlo en la manta que lo arropa. La garra sonríe de nuevo y con paso lento abandona la cueva, murmurando un rezo.

 El estómago me recuerda que está vacío, se mueven mis intestinos, como peleando por lo poco que quede dentro de mí, después de haberme vaciado las tripas. Alguien está comiendo, oigo como mastica, me llega el olor a rancio y respondo al estímulo con un dolor repentino en la zona que rodea mi ombligo. Me doblo sobre mí misma y me quejo en voz alta, no me importa nada, no me importa que me oigan, solo quiero salir de la maldita cueva, buscar a Rafael y huir con nuestras alas unidas lo más rápido posible. Me doy cuenta de que es por eso por lo que no nos avisó Gabriel. Hubiésemos huido y luchado hasta el último aliento. Esta es la razón por la que nos secuestraron en plena noche, porque nuestros corazones unidos son más fuertes que cualquier peligro.

El hombre que mastica me mira, se levanta con cuidado, intentando pasar desapercibido, sale de la cueva evitando a los seres babeantes y desaparece entre los túneles. Miro a mi alrededor, noto  mis costillas con las manos. Somos muchos menos que hace unas horas. La joven sigue tumbada en el suelo. La mirada arrugada se me acerca y me susurra que no me preocupe, que hace rato que no siente  y no padece. Pero sus ojos no dejan de moverse dentro de sus cuencas, como mi perro cuando mueve las patas mientras duerme. Creo que su cuerpo no se puede mover pero su ser está sufriendo. Me adelanto un par de pasos, me quito la chaqueta y la arrugo. Con una mano levanto su cabeza y con la otra introduzco el boruño por debajo. Una mujer le pone su abrigo encima  para evitar que se congele. Nos miramos y su tristeza me agujerea y la mía le hace dar un respingo de frío. Decidimos abrazarnos, para mantenernos calientes. La cercanía física nos provoca las lenguas, sedientas de palabras que quieren escapar.

¿Quién es? susurra.
Mi marido.
Nos abrazamos aún más fuerte.
Mi niño, el pequeño, solo tiene 2 años.
Lloramos con las alas encogidas.

Nuestras pérdidas, sin haberlas vivido aún ya se sienten como dolor de guadaña mal afilada. Los demás deciden aproximarse a la intensidad de nuestro calor y formamos un panal que transmite dulzura y calma, al menos durante unos segundos. Pronto se rompe la calidez del momento,  porque  llega la hora del siguiente. La garra que ya conocemos, vuelve a dirigirse a la joven, le toca el hombro y ve que no se mueve.  Aulla y la jauría de esbirros llega de nuevo con el aguijón, esta vez el de despertar para sentir.

Prepárate, te vas. Él se queda aquí. No pudimos convencerle para marchar.

Las alas de la joven no caben en la cueva. Al abrirlas nos empuja a todos contra las resbaladizas rocas de la pared. Los arañados los regala, ya no caben en su cuerpo. No he visto en todas estas horas dolor más profundo ni más ciego. Me parece ver un gesto compasivo en el viso del mercenario, que la deja debatiéndose, pasando por alto la prohibición. Casi al tiempo, la mirada arrugada es arrastrada por los túneles, sin darse la vuelta; no se despide de mí. La mujer me dice que es posible que ya no se acuerde  de los que aquí quedamos.

El hombre que comía aparece como si no se hubiese ido; pasa por mi lado y tras alejarse unos pasos se da la vuelta y me pide permiso para compartir la roca. Es un tipo enorme, con los ojos repletos de miedo y angustia. Yo me aparto y le cedo un trozo, en el que evidentemente no cabe, pero me sonríe con amabilidad. Saca del bolsillo un pequeño paquete de plástico en el que puedo distinguir las letras “olat”. Me lo pasa por debajo de su pierna para no ser sorprendido por algún ser. Me doy la vuelta, sentada en la roca como estaba y quedo mirando los dibujos que la viscosidad realiza  al bajar por la pared. Las gotas se ondulan sibilinas, siguiendo los valles que otras gotas anteriores formaron.  Engullo más que como. Ni un minuto, casi ni un segundo, tal es el miedo que tengo a ser arrastrada en este momento. Veo una garra de reojo y trago con avidez los restos de mi boca. Se dirige a mi compañero de asiento, el gigante amable. Pero al sentirse en inferioridad de condiciones, le pide que le acompañe. Las horas se van convirtiendo en siglos y lentamente los habitantes de la cueva van siendo desalojados, unos con mejor suerte que otros.

La mujer se levanta y recoge su abrigo, que había quedado en el montón de  masa viscosa acumulado en el suelo. Cuando la veo moverse, me doy cuenta de que solo quedamos nosotras. Entra mi garra, sé que es la mía. La veo y  la reconozco. Es uno de los fulanos que nos secuestraron. No necesito que me toque, me levanto y agarro la mano de la mujer cerrando los ojos. Nos soltamos sintiendo, como una descarga de despedida, cada una la desazón de la otra y empiezo a caminar tras mi guía.



Recorremos varios pasadizos;  el suelo parece inclinarse, intuyo que subimos a otro nivel. Las  paredes dejan de ser de roca desnuda, la humedad  del suelo ya no nos salpica los pies y pasamos a un corredor que nos recibe con un número 4  en la entrada.  Azulejo blanco y verde me daña la vista, tras tantas horas de oscuridad.

Él abre una puerta y hace un gesto con la cabeza con el que me indica que debo entrar. No sé si quiero, no me da opción de elegir. Me pasa el brazo por encima del hombro y me presiona levemente hacia delante.  Entro con las piernas temblorosas,  miro mis rodillas y parecen estar bien. Agradezco que el suelo sea de ladrillo y esté seco y brillante, me hace sentirme  un poco más limpia.

Siéntese, María, me dice el hombre,  señalando una silla que me espera impaciente.

 Tan solo necesita un par de zancadas rápidas para llegar   tras el escritorio y tomar asiento. Sonríe, se le ve tranquilo, aunque sudoroso.  Tiene aspecto de estar muy cansado.  Mi  garganta está tan seca que no le pregunto nada, no puedo hablar; aunque mis espasmos y mi mirada deben decirlo todo porque, con total tranquilidad, como si no estuviésemos tratando con la vida y la muerte, argumenta:

Hemos tenido que extirpar el colon, realizarle una ostomía abdominal, reparar tejidos dañados y separar el intestino centímetro a centímetro. Pero todo ha ido como cabía esperar en una operación de urgencia. Ha tenido mucha suerte, María. Unos días en la UCI serán necesarios, como poco dos o tres, pero estamos convencidos de que  esta batalla la hemos ganado. Rafael tendrá secuelas de por vida, de esto ya habíamos hablado en otras ocasiones. Ya sabemos lo fuerte que es y no creo que tarde demasiado tiempo en llevar una vida casi normal. Nos iremos viendo en las visitas de la mañana. ¿Tiene alguna duda?


¿Le han hecho un agujero en la barriga? pregunto.
Sí. Ya verá que no es tan malo como parece. Acabará acostumbrándose y tiene ciertas ventajas que irán viendo sobre la marcha.
—¿Mi marido cagará toda la vida en una bolsa, por un agujero que tiene en la barriga?
—Sí, pero está vivo.
—Muchas gracias, Doctor.



III


Mis alas blancas desean abrirse de par en par y saludar al “Ojo” volando en mi alegría, aunque entiendo que esto no ha hecho más que empezar y que tendremos que volver a la Caverna Silente tantas veces como sea necesario y sospecho que serán muchas.

Retomamos los entrenamientos vitales el mismo día  en que Rafael sale de la Caverna. No es optativo, es obligatorio para todos los que vivimos aquí. Nos sonreímos por los rincones más oscuros y nos besamos cuando creemos que nadie observa. Sabemos que estamos en la Lista, que vamos a volver allí, pero cada minuto fuera del laberinto de cuevas es … nuestro.



María García (Maraya Life)

La foto del paisaje nevado es mía, las otras las he tomado de Pinterest.

Si has llegado hasta aquí, mi más sincero agradecimiento y hazme el favor de contarme qué te ha parecido.
Saludos y hasta muy pronto!!

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